Leer fue mi manera de jugar al fútbol


Escribe:
Fernando Alberto Bravo Prado
Estudiante de Administración, con estudios de Lengua, Literatura y experiencia en comercio exterior.

Aprendí a leer en el colegio Salesiano, con la ayuda del profesor Torrealva, quien con gran esfuerzo me enseñó el sonido de las letras y sus formas, las licencias básicas del idioma español, y me guío en la lectura y escritura de mis primeras frases y oraciones.

En esa época no tenía manera de saber que ese aprendizaje, al que rechazaba en un inicio y odié con sagacidad por meses, iba a ser el aprendizaje más importante de mi vida. Aprender a leer fue lo mejor que me pudo pasar en este mundo. A la lectura le debo todo lo que tengo y todo lo que soy. El libro me salvó de la barbarie del atraso y de la negrura de la ignorancia. Perdónenme que sea tan categórico, pero es así, y así lo siento.

La lectura me permitió encontrar momentos de inmensa felicidad, en las que echado en mi camarote de niño, me introduje en mundos apasionantes e historias sorprendentes; la lectura me permitió el domino de mi idioma, mejorar mi expresión oral, agudizar mi raciocinio y sentido crítico, y a veces superar en conocimientos a los que me rodeaban. La lectura forjó en mí un amor inmenso por el idioma de Cervantes, me permitió rebatir con contundencia los argumentos de mis interlocutores, y me hizo apreciar al libro como el único camino seguro hacia el conocimiento.

La lectura, con el pasar de los años, fue para mí el refugio que me permitió vivir con alegría las carencias de esos años turbulentos en los que la economía del Perú estaba hecha pedazos, fue ese vicio solitario en los que no necesitaba de amigos, ni de juegos colectivos, ni de electricidad, ni de nadie… y en donde me eran suficientes las páginas empastadas de un libro para poder gozar de cientos de entornos emocionantes y disfrutar de las bellezas de una vida paralela y magnífica. La lectura fue ese bálsamo que me ayudó a curar todo mi espíritu, y lo libró de la molicie, de las sombras de la aflicción, y de ese complejo que vuelve al niño un ser relativamente inferior ante los adultos. La lectura me abrió las puertas a otros universos, en los que una nave espacial podía ser capaz de llevarme a la luna, donde unos simios podían hablar y esclavizar a los humanos; donde, en medio de una revolución encarnizada y violenta, podía surgir el amor entre una pareja de franceses.

Mi primer libro fue “La Reliquia” de Eca de Queirós, eso lo tengo bien presente. Estaba almacenado en la pequeña biblioteca de mi padre y lo cogí con cierta duda; tendría unos 11 años de edad. Lo tomé con miedo, como si estuviera a punto de apretar el botón que era capaz de activar una máquina infernal. Era un libro voluminoso y pensé que era imposible leer semejante bodoque. Lo empecé esa misma tarde y no paré hasta terminarlo… habían pasado seis días, y no volví a ser el mismo nunca más. Por esos meses, me dediqué a asaltar la biblioteca de mi padre de manera sistemática, y como en esos libros habían palabras y sucesos que me eran imposibles de comprender, me vi obligado a coger otro libro fundamental: el diccionario, que también estaba ahí. Era una época de descubrimiento y de luz. (Afuera, en el Nintendo de la esquina, mis amigos se enfrentaban en combates sangrientos de “Street Fighter” que hoy apenas recuerdan). La lectura fue el soporte que me permitió compensar con otra actividad mi incompetencia para jugar al futbol. En la calle, mis amigos del barrio jugaban partidos vibrantes en la pista, mientras yo era el anormal que leía los cuentos de José Diez Canseco sentado en la sala de mi casa… y entonces todos éramos felices, a nuestra manera. Leer fue mi manera de jugar al fútbol.

Unos par de años después, en un día de la madre, cuando había que hacer la visita obligatoria a mi abuela Meche, la que ese año era agasajada en la casa de mi tía Dora, ocurrió un hecho clave en mi afición por la lectura… fue la estocada definitiva (esos días de la madre eran una tremenda congregación de tías que desfilaban con viandas, y de primos pendencieros que correteaban por toda la casa). En una de mis incursiones por los cuartos de mis primos, ingresé a la habitación de mi primo Jaime, quien era un adolescente pendenciero, metalero, y mechador. Él estaba ahí y estuvimos escuchando un poco de música. Después de un rato vi que entre sus casetes de Heavy Metal había una pila de libros. Jale el que estaba más a la mano. Era un libro de cuentos de color naranja que se titulaba “La palabra del mudo” y su autor era Ribeyro. Busqué el primer cuento y lo leí de un solo cuajo; era el texto “Los gallinazos sin plumas”. Le pedí a mi primo que me lo preste, y Jaime me regaló el libro sin hacerse mayor problema. Jaime, hasta el día de hoy no sabe lo que hizo.

Desde que leí a Ribeyro todo cambió para mí, me di cuenta que la literatura no sólo era un entretenimiento que nutría mi vida, me di cuenta que la literatura era mi vida. Ribeyro fue el culpable de que ya no sólo quisiera vibrar con las historias que leía en los libros, sino que también quería ser el que pudiera escribir y contar sus propias historias. Es ahí donde me animé a escribir por primera vez, es ahí cuando sentí que la escritura era mi mejor manera de expresarme, es ahí cuando descubrí que mi imaginación era una fuente de sensaciones que podían sorprenderme a mí mismo, y que, aunque sea para mi deleite personal, merecían ser plasmadas en un papel. Escribir para mí es un placer del que me confieso adicto, y felizmente encadenado, mientras viva.

Por la lectura pude contarle a mi primo “El Negro”, no una batalla, sino toda la Segunda Guerra Mundial, mientras él exclama en su cuarto que Hitler era un hijo de puta. Por la lectura pude disfrutar de “Cien Años de Soledad” en un viaje interprovincial que hubiese querido que durara doscientos años. Por la lectura pude inmiscuirme en la batalla de Marne y sentir el polvo de las trincheras como uno más de sus combatientes. Por la lectura pude estar en las Termópilas, pilotear un Spitfire en la Batalla de Inglaterra, presenciar el fuego ruso en la caída de Berlín, y entender el legado de los helenos. Por la lectura pude comprender que La batalla de Arica no era sólo un hombre arrojándose de un morro, sino una gesta de dignidad, amor por la patria y entereza sin límites. Por la lectura pude comprender que Vargas Llosa es más que ese señor que detesta al fujimorismo, y que sus novelas “Conversación en la catedral” y “La Guerra del fin del mundo” están entre las mejores novelas escritas en el siglo XX. Por la lectura pude conocer gente entrañable y culta a las que les debo tantas conversaciones interesantes y de nivel. Por la lectura puede conocer a Vallejo, y entender que el ser humano, cuando combina la ternura y el talento, puede escribir las páginas más bellas de la poesía mundial, así haya nacido en el lugar más pobre de la tierra. Por la lectura pude pisar la facultad de letras de la Universidad “La Cantuta” y echarme en sus jardines a teorizar sobre el destino de la humanidad con gente cultísima de la que se aprendía más que de mis maestros. Por la lectura es que pude tener las palabras adecuadas para poder ser competente en la guerra, en la paz, y en los subterfugios del amor. Por la lectura pude ser libre cuando una dictadura nos apretaba el cuello sin piedad, y pude ser feliz, aun cuando un amor me fuera esquivo y me sintiera irremediablemente solo.

Por la lectura es que pude entender de qué está hecho el mundo y qué gente es la que realmente merodea en él… igual como seguramente le sucedió a Cono Ormeño, Luis Yslas, Gustavo Roca Ayasta, Yadhira Bravo, Kike Bravo Prado, Javier Ormeño, Eduardo Guerrero, Fiorella Ormeño, Enrique Bravo Castillón, Enrique Yábar, Daniel Álvarez, Ana Álvarez… todos lectores, y todos libres porque el mundo de la lectura te extrae irremediablemente de la prisión de la rutina, y de la apatía de los días idénticos. 

Aún recuerdo con cariño la biblioteca de mi padre, en Breña… ese lugar donde vi la luz.

Aún recuerdo al gordo Yábar con el libro “Los Miserables” entre sus manos, aún recuerdo al profesor Torrealva, quien me enseñó a leer, y que me confirió el arma más poderosa que se le puede dar a un hombre: Las palabras.

Y estoy muy agradecido por ello al profesor Torrealva, aunque él ni siquiera me recuerde, y yo no sepa si él todavía existe.