Sobre el hombre que busca justicia (abrazo literario a Eliobaldo Berrú)

Escribe:
Fernando Alberto Bravo Prado
Estudiante de Administración, con estudios de Lengua, Literatura y experiencia en comercio exterior.

Llegas de trabajar tarde, con dolor en el cuello, cansado; con la esperanza de cenar un pollo frito mientras ves los goles; son las diez de la noche. Es jueves y la sala está vacía, la televisión apagada. Tiras tus llaves sobre el sofá; en la casa existe un silencio sombrío. Se oyen ladridos de perros, a lo lejos. Desde el ventanal, una ráfaga de aire recargado irrumpe en la habitación y oyes murmullos. No puedes reconocer ese olor, pero sabes que huele a tragedia… el presente, el mañana, huelen mal.

Te abrazan, aparecen todos y te explican, en la sala, por toda la casa te siguen explicando sobre la tragedia, mientras te derrumbas, mientras te dicen que hubo mala suerte, y que la calle es dura y peligrosa, y sobre todo las calles de “Villa el Salvador” y que pudo ser cualquiera, y que la vida continúa. Y todo eso, mientras no puedes comprender ni asimilar que tu hijo ya no existe, que hay que pagar el cajón, que hay que retirarlo de la morgue… y todo eso mientras los perros vuelven a ladrar a lo lejos, mientras el pollo frito que nunca te comiste se fríe en tus entrañas, mientras te dicen que los fumones, antes de matarlo, primero lo violaron; mientras no puedes entender este horror, mientras tu mente no puede comprender que esto, precisamente esta porquería te está sucediendo a ti, mientras ves el rostro de tu pequeñito sonreír cuando te dejas caer al suelo, mientras imaginariamente los ves jugando al Hombre Araña, mientras te siguen explicando lo inexplicable, mientras no puedes ni siquiera llorar; porque las lágrimas, cuando el dolor es inmenso, cuando te han atravesado con una espada, cuando te han arruinado por completo, simplemente no brotan.

Y te quedas mudo. Y al día siguiente eres un cadáver enterrando otro cadáver, y los pésames te aburren y te suenan hipócritas. Y el rostro de tu hijo es omnipresente, y te pones en su lugar mil veces, y mil veces tu conciencia se convierte en cenizas; y comes sólo lo necesario, y bebes más de la cuenta, y dejas de mirar el reloj. Y renuncias al trabajo, y no te importan las críticas familiares, aunque sólo sean balbuceos. Y te compras un revólver, de manera clandestina, una tarde de esas, y lo escondes. Y vas a la comisaría diez, quince, veinte, cuarentaicinco veces, y no te dan respuestas… “Está en investigación” te repiten siempre. Y sigues comiendo poco y bebiendo mucho, y esquivas a todas las personas que se te acercan, y casi te vuelves un extraño en tu propia casa; a tu mujer a penas la saludas. Llegas tarde, tardísimo después de deambular por horas. Y vuelves a buscar el revólver en su escondrijo, y ahí está… Y sueñas con retroceder el tiempo, un tiempo en el que hubieses estado a tiempo de salvar a tu muchacho. Y te destrozan sus cuadernos en su cuarto, y te quiebras de dolor al ver sus lápices, su poster de Ben 10, sus stickers de Los Vengadores pegados en su cama… y por fin puedes llorar… han pasado cinco meses en el mundo, en tu reloj apenas ha pasado media hora.

Y vuelves a ir a la comisaría, cincuenta, sesenta, setenta veces, y lo mismo… que “Sigue en investigación”, y entras en un torbellino espantoso en el que ya no distingues la vida como era antes. Y te llenas de impotencia, de odio, de amargura, y quieres que el mundo te entregue a los que mataron a tu muchachito, y sientes que hay que tocarle la puerta a ese mundo para que te los entreguen; a esos que andan por ahí, felices, como si nada hubiese pasado. Y te vuelcas a la calle a hacer preguntas, y te lanzas a la calle a hacer tus propias investigaciones, y te dicen que no saben nada, y te dicen que tal vez por ahí te pueden dar razón, o por allá. Y tus investigaciones comienzan a arrojar datos, y ya tienes un par de apodos, conseguiste un par de pistas, y te vuelves metódico, y empiezas a hacer apuntes, mientras comes poco y bebes mucho, y mientras los perros siguen ladrando a lo lejos… mientras sientes que trabajas en el caso más que la policía, mientras tienes un secreto: llevas el revólver todas las noches durante tus pesquisas.


Y se corre la voz de que hay un loco que recorre la ciudad buscando pistas sobre los asesinos y violadores de su hijo; y la policía se entera, y la policía te encuentra, y la policía que nunca te ayudó en nada te detiene, y la policía te confisca el revólver, y la policía que nunca te ayudó en nada te muestra ante las cámaras disfrazado con un chaleco, la misma policía que no es capaz de encontrar a los que mataron y violaron a tu muchachito te exhibe como un trofeo; y esa misma policía te encierra en un calabozo; y pasan las horas, y a ti realmente no te importa nada, excepto el rostro de tu pequeño, al que recuerdas cuando jugaba a creerse el hombre araña. Y llega el fiscal, y le dices que el arma es para defenderte porque recorres zonas peligrosas, mientras tu mujer les grita a las cámaras que no eres delincuente… y te liberan, al día siguiente te liberan, porque hasta un frío fiscal pareciera que entiende tu dolor. Y un General de aquella policía indica que “vienen a darte su apoyo para que se agilicen las investigaciones", y comprendes que sólo brama para las cámaras, a pesar de tu borrachera te das cuenta, mientras compruebas con los días que nada se agiliza, y mientras sigues extrañando a tu pequeño, mientras tu mujer te dice esa noche que tus otros dos hijos te necesitan, los que están vivos, y te lo dice llorando; pero tú estás sordo, y ciego. Y ves que los días pasan, y oyes que todos opinan, y los psicólogos opinan y te piden que reacciones, y todos los que jamás se han puesto en tu lugar opinan y te piden que reacciones… pero no puedes continuar, ni reaccionar porque tu vida se detuvo el día que mataron a tu niño, tu vida no puede continuar sin tu pequeño; todo eso mientras los perros siguen ladrando, a lejos, por los arenales; mientras el presente y el mañana siguen oliendo mal.